A este grupo de los tontos e infelices —aunque ellos puedan considerarse “sabios de Grecia”— pertenecen los sofistas: los de hoy, como los de ayer. Son charlatanes de feria, loros más o menos vistosos que repiten las cantinelas sin sentido que les enseñan sus jefes: nada que ver con la verdad, todo es pura apariencia. El que valora la verdad, huye de los sofistas como de la peste bubónica.
Los
sofistas eran maestros que en el esplendor de la Grecia Clásica, en el siglo V a.C., se hacían pagar por sus enseñanzas. Con cierta frecuencia tenían bajo su tutela a los hombres de Estado y los futuros políticos, a quienes enseñaban la retórica de la cual fueron fundadores. Si bien, los
sofistas se preocuparon menos de la validez o la exactitud de sus razonamientos que del potencial que tenían las palabras para llegar al convencimiento. Su sentido práctico de la retórica desquició a filósofos como
Sócrates. Además, fueron muchas las anécdotas que se cuentan sobre la forma de argumentar de los sofistas. Rescato a continuación una interesante historia que cuenta
Ramón Xirau en su
Introducción a la historia de la filosofía (1964, p. 41 Editado por la Universidad Nacional Autónoma de México).
Cuéntase que una vez Tisias, maestro, pidió a su discípulo Corax que le pagara, puesto que ya había terminado enseñanza y aprendizaje. A lo cual respondió Corax que, si había aprendido a convencer podría convencer a Tisias de que no tenía que pagarle y que, de no convencerlo, no tendría que pagarle puesto que con ello demostraría que no había aprendido lo que Tisias prometió enseñarle. Tisias, naturalmente, no podía aceptar el argumento de su discípulo y dedicó todo su esfuerzo a demostrarle que de todas maneras tendría que pagar la enseñanza. Si Corax le convencía de que no tenía que pagarle, esto demostraba que había aprendido a convencer y, como el arreglo había sido que si aprendía tenía que pagar, al demostrar que no tenía que pagar, por el hecho mismo de convencer a Tisias, tendría que pagar. Si, por otra parte, no llegaba a convencerle de no tener que pagar, tendría que pagarle por el mero hecho de no haberlo convencido.
Platón criticaba a los sofistas por su formalismo y sus trampas dialécticas, pretendiendo enseñar la virtud y a ser hombre, cuando nadie desde un saber puramente sectorial, como el del discurso retórico, puede arrogarse tal derecho.
La primera exigencia de esa areté era el dominio de las palabras para ser capaz de persuadir a otros. "Poder convertir en sólidos y fuertes los argumentos más débiles", dice Protágoras. Gorgias dice que con las palabras se puede envenenar y embelesar.
Se trata, pues, de adquirir el dominio de razonamientos engañosos. El arte de la persuasión no está al servicio de la verdad sino de los intereses del que habla. Llamaban a ese arte "conducción de almas". Platón dirá más tarde que era "captura" de almas.
El filósofo griego Sócrates les dijo a sus jueces:
"Todos los peligros pueden evitarse de muchas maneras, sobre todo por quienes están dispuestos a claudicar. Pero lo más difícil no es escapar de la muerte, sino evitar la maldad, que corre mucho más rápido que la muerte. A mí, que ya soy viejo y ando algo torpe, me ha pillado la muerte, mientras que mis acusadores, que aún son jóvenes y ágiles, van a ser atrapados por la maldad. Yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vuestro voto, pero vosotros marcharéis llenos de maldad y vileza, acusados por la verdad. Yo me atengo a mi condena, pero vosotros deberéis soportar también la vuestra."
Damià
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